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La visión. Capítulo 2: El origen del mal.


Verano de 1983


El verano de 1983 había sido el más caluroso que se recordaba en los últimos años. Los más viejos del lugar decían que no recordaban haber vivido un verano así en toda su vida. Decían que era como estar en el infierno y que, en cualquier momento, Satanás en persona caminaría ante sus ojos y entonces daría comienzo el juicio final, donde cada uno deberíamos rendir cuentas y pagar por nuestros pecados.

Las termómetros no bajaban de los treinta grados en ningún momento del día; ni siquiera de madrugada, lo cual era completamente inusual en una ciudad como esa. Lo más habitual era que los treinta grados fuera una temperatura que tan solo se alcanzaba dos o tres veces en todo el verano. Quizá en un verano bueno podían darse diez días, o incluso dos semanas, con temperaturas rozando los treinta grados. Pero ese verano los termómetros alcanzaban los cuarenta grados con facilidad, como si fuera lo más normal del mundo. A veces incluso los superaban y llegaban a marcar cuarenta y cinco grados. ≪¡Es como estar en el mismísimo infierno!≫. Eso era lo que decían todos los lugareños.

La gente pasaba las largas y calurosas tardes de verano encerrada en casa, abanicándose con lo primero que encontraban. Los abanicos eran el método ideal para solucionar la papeleta; pero aquí casi nadie tenía abanico, así que utilizaban cualquier cosa que tuvieran a mano a modo de abanico: un periódico, una revista, una radiografía… Por supuesto, los aires acondicionados eran algo casi impensable en aquella época, y más en una ciudad donde raramente se sobrepasaban los treinta grados y la temperatura estándar en verano era de unos veinte grados, más o menos.

Pero ese verano estaba siendo cualquier cosa menos un verano corriente. Las peleas se convirtieron en uno de los entretenimientos nocturnos más habituales entre los ciudadanos. Era raro que la policía no tuviera que intervenir cuatro o cinco veces cada noche en altercados que, en no pocas ocasiones, terminaban con fracturas óseas varias, la perdida de algún que otro diente o, con suerte, un ojo morado. Fue sonado el caso de Jorge Gomes, un respetado ciudadano al que todos querrían tener como vecino. Regentaba un pequeño hotel llamado Paraíso; un hotelito que, si preguntabas a cualquiera que hubiera pasado por allí, te habría dicho que es un lugar encantador y que el personal dispensa un trato amable y cercano. Algunos decían que era como estar en tu propia casa, pero sin tener que hacer nada. Bueno, nada, excepto relajarse y disfrutar. Ese era su lema; era lo que ofrecían y era lo que cumplían. Jorge era un hombre que nunca había tenido un problema con nadie. Un hombre amable y risueño, padre de dos niñas encantadoras, rubias como el amanecer, que al igual que su padre siempre tenían una sonrisa en la cara para cualquiera que tuviera la suerte de compartir su tiempo con ellas. Era de ese tipo de personas que siempre estaban dispuestas a ayudar a cualquiera que necesitase una mano amiga, que siempre estaba dispuesto a escuchar a cualquiera que necesitase contar sus penas a alguien, que siempre estaba dispuesto a desvivirse por los demás. Pero ese verano no fue un verano corriente. La noche del 20 de Agosto, Jorge salía de su casa después de acostar a sus dos hijas y contarles un cuento. Siempre le gustaba acercarse a casa cuando estaba a punto de anochecer, en esos momentos finales del día en los que la luna ya comparte el cielo con el sol. Era una costumbre que no abandonaba ni un solo día, por muy ocupado que pudiera estar. Acostaba a las niñas y les contaba un cuento para que tuvieran sueños felices. Su favorito era Las Hormigas Viajeras, una colección de cuentos en los cuales se narraban las aventuras y desventuras de una familia de hormigas que viajaban por el mundo. Después de contarles el cuento, les daba un beso a cada una y se despedía de ellas para volver al hotel a continuar con su extenuante pero satisfactorio trabajo.

Pero esa noche, el viaje de regreso no iba a terminar como de costumbre.

De regreso al hotel tenía que pasar por delante de un callejón estrecho que terminaba en una escalinata. Era una de esas extrañezas urbanísticas que hoy en día no se terminan de entender muy bien, pero que antes era fácil encontrar. Ese callejón siempre le provocaba escalofríos. Era un lugar oscuro y húmedo que rezumaba un extraño hedor difícil de definir. Si tuviera que definirlo en una palabra, lo calificaría como el olor de la maldad; o incluso como el olor de la muerte. Ese día en concreto, escuchó unos extraños gemidos que llamaron su atención. Procedían del fondo del callejón, a unos cincuenta metros de donde se encontraba él. Allí, sumidas en la oscuridad, pudo vislumbrar dos sombras extrañas. Una de las sombras estaba agachada sobre la otra, en actitud amenazante. Tenía una mano levantada en el aire y portaba algo en ella similar a un cuchillo o una daga. La otra sombra yacía tendida en el suelo, y por su tamaño y complexión parecía ser un niño pequeño. Sin dudarlo un segundo entró en el callejón a paso apresurado. Aquella era la primera vez en su vida que ponía un pie en aquel inmundo lugar. Apretó el paso hasta encontrarse a sí mismo corriendo desesperado, con las manos extendidas en dirección a esa extraña sombra amenazante. Según se iba acercando, más clara se volvía la imagen. La pequeña sombra comenzó a tomar forma, como si estuviera iluminada por un farol, y fue formando la imagen de una niña pequeña, de unos cuatro o cinco años, con una larga melena rubia que descansaba sobre el asfalto. Demonios, si no fuera imposible, habría jurado que era su propia hija. Pero su hija estaba en la cama, acababa de dejarla allí hacía unos minutos. Además, ¿qué iba a hacer ahí su hija a esas horas?

No había tiempo para pensar, era un lujo que no podía permitirse en aquel momento. Solo podía actuar, o sería demasiado tarde. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando, no era nada bueno, y no podía permitirlo. Gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de que aquella cosa soltará a la niña ante la presencia de una persona que venía en su ayuda. Pero no la soltaba. Apretó el paso y alcanzó a la figura que portaba el cuchillo. Aunque no era un hombre fuerte, ni estaba acostumbrado a las peleas, actuó con toda la pericia que se le supondría a una persona experimentada en la materia. Primero agarró al agresor por la mano que portaba el cuchillo, asiéndolo con fuerza por la muñeca. Durante una décima de segundo pudo ver por el rabillo del ojo que la figura que yacía tendida en el suelo era una niña pequeña, no tendría más de cinco años, con la piel blanca y las mejillas sonrosadas. Era exactamente igual a su niñita. Y todavía respiraba. Pudo ver cómo su pequeño pecho subía y bajaba, relajado, como si estuviera durmiendo. Solo fue una pequeña fracción de segundo, pero fue suficiente para que la sombra amenazante se alzara sobre él. La mano que antes sostenía a la niña, estaba ahora asida a su cuello, apretando. Era una mano suave y lisa. Ahora el brillo amenazante del cuchillo apuntaba a su propio cuello. Cuando miró a su agresor, quedó petrificado. Su cara no era de este mundo. Tenía grandes ojos almendrados y la piel era de un color gris apagado, como el color de las aguas residuales. Tenía los pómulos salientes y las mejillas hendidas, lo cual le daba una forma estrecha y alargada.

Cuando todo parecía perdido, recordó que siempre llevaba consigo una pequeña navaja en el bolsillo del pantalón. Le gustaba la pesca desde que era un niño, y se había acostumbrado a llevar una navaja pequeña para destripar los peces. En un rápido movimiento sacó del bolsillo la navaja, oprimió el botón de apertura y la clavó con todas sus fuerzas en el cuello de esa bestia salida de las profundidades del infierno.

La presión en el cuello desapareció como por arte de magia. El monstruo se tambaleaba agarrándose la herida, de la que manaba un abundante liquido negro y viscoso que despedía un hedor inmundo. La escalera estaba muy cerca; demasiado cerca. Un último paso atrás, eso fue lo último que vio hacer a ese ser nauseabundo. Cayó rodando por las escaleras como si fuera un muñeco de trapo. En medio de la noche pudo escuchar el crujido de su cuello al partirse. No lo olvidaría nunca.

Eso fue lo que contó a la policía cuando llegaron al lugar, a los pocos instantes de lo ocurrido, avisados por varios vecinos que habían oído ruidos de pelea. Eso fue lo que contó en la declaración prestada en comisaría al día siguiente. Eso fue lo que contó el día del juicio. Nunca cambió un ápice su versión de los hechos, ni siquiera cuando fue consciente de que nada de lo que decía coincidía con lo que demostraban las pruebas en la escena del crimen.

Nunca encontraron a ninguna niña, y tampoco a ningún ser extraño. Tampoco se supo nada de ninguna niña desaparecida durante esos días. Lo único que encontraron allí, tendido al final de las escaleras, en medio de un gran charco de sangre roja y reluciente, fue un vagabundo con una herida en la yugular y el cuello roto. Los vecinos que salieron a las ventanas testificaron que el vagabundo no había hecho nada. Era un vagabundo que siempre dormía al fondo del callejón, resguardado en una esquina, bajo un alféizar que sobresalía más de lo normal y que terminaba en una especie de soportal de un bajo abandonado. Tenía montada en el lugar una especie de tienda de campaña improvisada con cartones, como los fuertes que hacen los niños en casa para jugar a indios y vaqueros. Los vecinos que salieron a la ventana, al oír los gritos y la pelea, testificarían que solo estaba allí con una botella de vino en la mano, que nunca hacía daño a nadie, que estaba allí tranquilo, bebiendo de un cartón de vino, cuando un hombre entró en el callejón gritando, se abalanzó sobre él, sacó una navaja y se la clavó en el cuello. Después de eso, el vagabundo se tambaleó unos segundos y cayó escaleras abajo, agarrándose la herida con la mano en un vano intento desesperado e instintivo de salvar su vida.

Jorge fue condenado por homicidio a veinticinco años de cárcel. Pero en vista de los informes psicológicos del forense judicial, se conmutó la pena por su internamiento en un psiquiátrico de alta seguridad llamado Santa Clara, donde pasaría prácticamente el resto de su vida.

Nadie entendía lo que podía haberle pasado por la cabeza. Un hombre amable, buen vecino y mejor padre de familia. Nunca tenía una mala palabra, nunca esbozaba un mal gesto. ¿Qué era lo que había pasado por su cabeza para hacer algo así? Nadie está a salvo de perder la cabeza, es algo que nos puede pasar a todos. Hoy estás cuerdo y mañana estás loco, es lo que hay. Esas eran el tipo de cosas que más se escuchaba decir a la gente durante esos días.

Ese verano no se parecía a ninguno que los lugareños pudieran recordar. Estaba claro que algo estaba afectando a la gente del pueblo. Las agresiones de pareja se multiplicaron por cuatro, los accidentes de tráfico siempre terminaban en pelea y las noches eran un hervidero de agresiones y peleas. Durante ese verano se denunciaron varias violaciones, y eso que nunca habían tenido que lidiar con algo así. La policía local del pueblo ya no sabía cómo actuar ante la escalada de violencia que asolaba su pequeña localidad. Se incrementaron las patrullas nocturnas, ya que era el momento en el que ocurría casi todo lo malo, pero no solo no funcionó, sino que fue a peor.

Los policías se vieron inmiscuidos en denuncias por actuaciones desproporcionadas, abuso de autoridad, agresiones gratuitas y otras conductas impropias de un agente de la ley. No fueron pocos los ciudadanos que acudieron a comisaría para dar cuenta de conductas indecorosas por parte de los agentes. Según el testimonio de varios respetados ciudadanos, de los que nadie tendría por qué dudar, cuando llegaba la noche, los policías de servicio acudían a los bares de copas exigiendo su comisión por la protección prestada, cobraban a los conductores las multas in situ, con descuento por pagar en efectivo y en mano, y solicitaban favores sexuales en los bares de alterne, solo por el hecho de ser quienes eran; y por supuesto, no pagaban las copas que consumían durante las noche, que no eran pocas.

La violencia ascendía de manera descontrolada y nadie sabía cómo ponerle fin.
















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